António

 -Esto fue en 1935, buen año para la sardina: pescamos casi el doble que el anterior, no dábamos abasto. Por eso el patrón buscó un refuerzo y contrató a António, que no era de la zona pero tenía algo de experiencia en el Alentejo. Y además, sabía nadar, o al menos eso decía él.

»Era hombre seco, tanto de carnes como de carácter, algo más alto que yo, de barba negra y cerrada, nariz recta y ojos castaños. Hablaba poco y cumplía bien, así que el patrón andaba contento y los demás no tanto, porque empezamos a pensar que a la temporada siguiente António seguiría en el barco y uno de nosotros estaría buscando acomodo en otro puerto. Pero como no se metía con nadie y tenía la mirada franca, el rechazo no pasó de algún comentario receloso y alguna ceja levantada. Yo acabé haciendo buenas migas con él: los dos teníamos a la Virgen del Carmen en el pecho y los dos nos santiguábamos a la vez antes de empezar la faena, y a los dos se nos había muerto la madre hacía poco. Esas cosas unen.

»El caso es que para las fiestas se echó novia en el pueblo, la hija del panadero. No era tan guapa como la segunda hija del alcalde, pero no le faltaban pretendientes. En el barco pareció bien: "A ver si así deja la pesca y se mete en harina con el suegro...", decían los compañeros. Todo fue muy rápido, apenas estuvieron de novios un par de meses. Sospechosamente rápido, dijeron las comadres, y algo habría, porque Antoninho nació a los siete meses justos de la boda...

»António no dejó el barco. En la panadería no hacían falta más manos, y el suegro no estaba dispuesto a aumentar los gastos sin que aumentasen también los beneficios, por más que el candidato a paniaguado fuera el padre de su nieto. Entretanto, António no parecía más feliz que antes, tampoco más desdichado. Nadie habría dicho que no se había adaptado bien a su nueva situación. Yo, que hablaba con él más que otros, quizá más que nadie, había notado cierta inquietud, una sombra de temor en la mirada o quizá, ahora lo sé, de culpa, pero lo achaqué a la paternidad reciente, que a algunos les pone nerviosos porque les hace pensar en el paso del tiempo y en que ya dejan atrás una juventud despreocupada.

»La cosa empezó de repente. Una noche (solíamos salir de puerto sobre la una de la madrugada) António llegó al barco blanco como la espuma. Le pregunté si estaba enfermo y me dijo que había tenido un mal sueño. Seguí preguntando, pero no me lo quiso contar. Yo sí que le conté alguna de mis pesadillas: la del terremoto, cuando se abría una grieta en el suelo y se me tragaba; la de que estaba muerto y era capaz de ver y oír mi propio velatorio; la de que podía andar sobre el mar, pero sabía que antes o después me iba a hundir y cada paso que daba era una tortura... Los compañeros ser reían de mi manera de contar, tomándome a broma mis propios miedos, pero no António, que seguía blanco y que ni siquiera me escuchaba.

»No mejoró en los días siguientes: temblaba, no comía, se equivocaba. Hasta el patrón le dijo que se quedara en casa y que avisara al médico o a la curandera. António se negó, dijo que no podía volver a ser un cobarde, que tenía que enfrentarse al mar, que nada ni nadie podía evitar que se cumpliese su destino. Los compañeros nos asustamos, éramos supersticiosos y no nos hizo ninguna gracia oír eso. "Si tienes algo con el mar, arréglalo tú solo, no nos metas en medio", le dijo el tío Azinheira, el más veterano de la tripulación. "No os preocupéis, es cosa mía, solo mía", y miraba de reojo a las olas.

»Mientras volvíamos a puerto, una vez cumplida la faena, el patrón guiaba y los demás descansábamos. Aunque el sol diera ya de pleno en cubierta, si había buena mar solíamos dormir, acunados por el cansancio y por el cabeceo del barco. Un día, viendo que todos dormían menos António y yo, intenté echarle una mano. No hubo manera, no atendía a razones. Estaba completamente aterrorizado. "Miguel ―me dijo, casi llorando―, tengo que ser castigado. Me lo merezco. Lo he visto en sueños y sé que no puedo evitarlo. El mar me castigará. Es justo. Y la Virgen del Carmen no podrá protegerme. Ni tampoco querrá hacerlo, ¡cómo va a amparar a un pecador tan grande como yo!". Le dije que si estaba arrepentido lo que tenía que hacer era pedir perdón a Dios y a los hombres y apechugar con las consecuencias de lo que hubiera cometido. "Ya no tiene remedio ―sollozó―, haga lo que haga solo servirá para empeorar las cosas".

»No fui capaz de sacarle nada más. Insistía en que era cosa suya y en que no tenía derecho a arrastrar a nadie en su caída. Yo estaba preocupado, pero no me atreví a ir a hablar con su mujer. Supongo que me equivoqué, no sé... Pensé que ya tenía bastante con el bebé y con las habladurías de las comadres. Pensé que el pobre António se estaba volviendo loco y que esas cosas no tienen remedio y que lo único que los demás podíamos hacer era rezar por él y estar al tanto para que no se pusiera en peligro.

»Solo tres días después de esa charla en cubierta, António desapareció sin dejar rastro ninguno. Estábamos recogiendo las redes, cada uno a lo suyo, y cuando ya estaba todo el pescado en la bodega, lo busqué con la mirada y no lo vi. No estaba. Nadie había visto ni oído nada: no ya un grito, sino ni siquiera un chapoteo, nada. El mar andaba un poco picado, pero de ningún modo suponía un peligro para un marinero con experiencia. Estuvimos todo el día dando vueltas por la zona, el patrón con el catalejo y los demás gritando su nombre, sin ningún resultado. Al día siguiente casi todos los barcos del pueblo buscaron su cadáver. Siempre se encuentra algo, aunque solo sea la gorra. De António no se encontró nada. Hubo una investigación de la policía: sospecharon que lo habíamos matado los del barco porque era forastero y nos caía mal, pero en seguida vieron que esa hipótesis no tenía sentido. Lo declararon muerto por accidente cuando todo el papeleo terminó, tres o cuatro meses después.

Miguel se calla un momento. Camina mirando al suelo y con las manos a la espalda. Noto que todos menos yo saben que la historia no ha terminado.

―Antes de eso, más o menos un mes después de que António desapareciera engullido por el mar, recibí una nota de su viuda. Quería verme, aunque no me decía para qué. Acudí, claro está. Me contó que había encontrado varias cartas escondidas en el forro de la maleta de António, donde antes de casarse guardaba todo lo que tenía en el mundo, o al menos eso decía él. Eran de una mujer del sur, su prometida, la novia a la que abandonó para venir aquí y hacerse pasar por buena persona. Entendí que la hija del panadero estuviese enfadada, pero cambiar de idea con respecto a una novia no es razón para estar tan asustado como estaba António antes de desvanecerse. La muchacha se echó a llorar y me entregó la última carta, la de fecha más reciente, que coincidía con el repentino cambio de carácter de su marido. "Sé que era usted su mejor amigo, no tengo a nadie más con quien compartir este secreto terrible. Por favor, léala. Después las quemaré todas y haré lo posible por olvidar".

»Saqué los papeles del sobre. ¡La carta era de un cura! Ante mi cara de sorpresa, ella insistió en que la leyera y lo entendería todo. "Por favor, comparta esto conmigo. Me sentiré mejor si sé que puedo desahogarme con alguien, llegado el caso". Lo que el cura contaba era que Clara, la novia despechada, había encontrado las nuevas señas de António gracias a él, que también la había animado a escribirle para procurar así su regreso. Todo había salido mal. Cada respuesta de António la sumía en una tristeza más profunda, hasta que al fin el huido le confesó su boda apresurada y su paternidad inminente. Al saberlo, Clara había caído en un estado de aparente indiferencia que escondía una angustia insoportable. Apenas hablaba, no salía de casa de sus padres, no comía... Se dejó morir. El cura, con palabras que permitían entrever que su cariño por ella iba más allá del celo sacerdotal y que mostraban a las claras que su desprecio por António era infinito, contaba con todo detalle la muerte, el velatorio, el funeral y el entierro de Clara, dejando bien claro en todo momento quién era el único culpable de todo aquello. Se despedía invitándole a confesarse y a purificar su alma corrompida con el uso constante de cilicios y disciplinas.

»Quise leer alguna de las cartas de la pobre chica, pero la viuda no lo consintió. A pesar de lo mal que la mujer lo estaba pasando, yo tendría que haber insistido. Me quedé sin una parte de la historia, la parte del más débil..., aunque eso nunca se sabe.

»Y esto es todo. Al conocer la muerte de Clara, António construyó en su cabeza la idea de que sería el mar quien lo castigase, pero no podía dejar de salir a pescar porque estaba convencido de que merecía el castigo. De ahí su miedo, su pánico angustiado. Y el mar, finalmente, le hizo caso.

Soria, 2016 © César Ibáñez
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