Gustav

 ―Esto sucedió en la época de la II Guerra Mundial, en el verano de 1941. Portugal había proclamado su neutralidad y comerciaba tanto con Alemania como con Inglaterra: los mejores vinos de Oporto y de Madeira se podían beber tanto en Berlín como en Londres. De hecho, era más fácil beberlos en Berlín y en Londres que en Lisboa, pero esa es otra historia. Nosotros éramos pescadores de bajura, de modo que si alguna vez veíamos a lo lejos algún barco de guerra, nos preguntábamos si era inglés, alemán o portugués y seguíamos con lo nuestro. Esos avistamientos y las noticias de la radio eran toda la relación que manteníamos con el conflicto. El caso es que un día, desalentados por la poca pesca que había en nuestra zona habitual de faena, fuimos algo más lejos de la costa, a un lugar que los pescadores más viejos de la comarca llamaban "Água linda" porque solía haber allí menos oleaje que en otras partes. Nos fue algo mejor y volvimos los días siguientes, tanto al calamar como a la sardina. A la semana o así de acudir a ese caladero, al poco de amanecer, João gritó que había un tiburón muy raro por la amura de babor, a un par de millas de distancia. El capitán miró con el catalejo y nos dijo: "Si en el cine no es todo mentira, eso es un periscopio". Nos asustamos, claro está. En las películas y en los noticiarios, submarino y torpedo iban de la mano. El capitán añadió: "Y, si no me equivoco, viene hacia nosotros". Alguno se puso a rezar. Yo dije que no tenía ningún sentido torpedearnos, pero el tío Azinheira se temió que hicieran con nuestro barco un ejercicio de puntería. El capitán ordenó: "Quietos todos. Y si quieren robarnos la pesca, se la damos sin rechistar. Mejor pobres que muertos".

»Cuando estaba a poco más de doscientos metros, salió a la superficie y se fue acercando lentamente. Puede que tuviéramos miedo, pero la verdad es que lo mirábamos embobados: un dinosaurio marino no nos habría asombrado más. Cuando estuvo todo lo cerca que podía estar, vimos salir a cuatro militares a lo alto de la torreta, en cuyo lateral se veía el número del sumergible: U-573. Supuse que serían los oficiales, pero nunca entendí de uniformes ni de galones. Uno de ellos usó un megáfono. El capitán dijo: "No entiendo nada, pero eso no es inglés. Son alemanes". Nosotros no teníamos megáfono, pero João era capaz de cantar en el balcón de su casa y que lo oyera todo el pueblo, así que le tocó saludar. Al parecer, no tenían a nadie que entendiese el portugués. Con eficacia germánica, a los diez minutos ya estaban en nuestro barco tres de los oficiales alemanes y dos marineros con metralletas; y el bote salvavidas en el que habían llegado se encontraba perfectamente amarrado a nuestra escotera. A esas alturas ya estábamos tranquilos, ya quedaba claro que no pretendían hundirnos ni matarnos. Por señas nos explicaron que querían pescado y que nos iban a dar algo a cambio. La intuición del capitán se hacía realidad. No sé qué comerían ahí dentro, pero tengo la certeza de que las seis cajas que se llevaron, tres de sardinas y tres de calamares, les sentaron de maravilla. Nos indicaron que debíamos esperar y remaron hasta el submarino. Entretanto, se abrió una escotilla en su cubierta y sacaron lo que parecía un cadáver, o al menos alguien inconsciente. En efecto, ese era el regalito: un hombre herido que dejaron en nuestra cubierta como si fuera un fardo sin valor. Mientras volvían a bordo y maniobraban para alejarse, no nos atrevimos a atenderlo. Después, al comprobar la palidez, la fiebre y, sobre todo, el tiro que le habían metido en la barriga, el capitán dio orden de arranchar y de regresar a puerto.

»El muchacho, pues no tendría más de veinte años, sobrevivió, gracias al buen hacer del doctor Martins y a los cuidados de su doncella, una moza pequeñita de grandes ojos negros que se sintió atraída sin remedio por un tipo tan grandote, tan rubio y tan indefenso. El doctor era una buena persona y un hombre triste desde la muerte de su mujer, ocurrida dos años atrás. Asumió el amparo del misterioso joven con toda naturalidad, como si hubiera formado parte de sus obligaciones profesionales. Es más, no consintió que las autoridades investigaran su procedencia hasta que lo consideró totalmente recuperado, unos dos meses después del incidente del submarino. He dicho misterioso, sí, y la verdad es que todo el pueblo estaba intrigado y deseando tener alguna explicación verosímil; y es que el muchacho no era inglés, lo que habría tenido alguna lógica, pues podría ser un prisionero, sino alemán, y para colmo de extrañezas, un alemán sin uniforme. Es decir, que había salido del U-573 con ropa de paisano, un pantalón astroso y una camisa de franela llena de sangre, lo que, en principio, quería decir que no se trataba de un militar. Los rumores se extendieron como el polen en primavera: unos decían que era un espía, aunque maldita la cosa que podía espiar ni en el pueblo ni en la comarca; otros decían que era un SS al que habría herido el mismo capitán del submarino, harto de recibir órdenes de un comisario político; otros, en fin, opinaban que se trataba del cocinero de a bordo, tiroteado por un oficial que lo había descubierto envenenando la comida. Por raro que parezca, esto último era lo que tenía más sentido, pues explicaba todas las circunstancias: la herida de bala, la ausencia de uniforme y el robo del pescado.

»Cuando el doctor Martins dio por sano y salvo al alemán, los guardias fueron a buscarlo y lo encerraron en el sótano del ayuntamiento, mientras el alcalde esperaba instrucciones de las autoridades. Pasó un mes más y las instrucciones no llegaban. El alemán, que decía llamarse Gustav, estaba encantado de haber salvado la vida. Había empezado a chapurrear portugués y salía de paseo por el pueblo todos los días con una pareja de guardias; de hecho, parecía que los tres hacían la ronda de vigilancia y que él era el que más contento estaba con su trabajo. La doncella del doctor, Teresa, se hacía la encontradiza para poder cruzar unas palabras con su rubiales. Poco a poco, los rumores adelgazaban y la gente se acostumbró a ver al prisionero como una especie de turista excéntrico, una peculiaridad, algo de lo que hablar con quienes no fuesen del pueblo.

»Un día, durante el paseo, los guardias y Gustav fueron testigos de una pelea con navajas en el puerto. Una absurda discusión sobre una gorra caída al agua podía terminar en tragedia. Los guardias gritaban, incluso amenazaban con disparar, pero no se atrevían a separar a los contendientes. Entonces Gustav, por sorpresa y en apenas tres segundos, empujó a uno de ellos con gran contundencia y, casi a la vez, le dio una patada al otro en la mano derecha. Al instante, las dos navajas estaban en el suelo. Todos se quedaron paralizados de asombro, incluidos los contendientes. Pasada la sorpresa, los guardias intervinieron y todo quedó en anécdota, pero, claro está, Gustav pasó de extraño visitante a héroe popular en apenas un par de horas. El alcalde, visto lo visto y hasta las narices de que en la capital no se molestaran ni en menospreciarlo, lo puso en libertad y le dio un permiso de trabajo, advirtiéndole, eso sí, de que si se iba del pueblo el permiso no le iba a servir para nada. A partir de entonces, Gustav fue uno más: marinero cuando lo contrataban, jornalero en el campo cuando se terciaba y hasta pastor de cabras alguna temporada. Se casó con Teresa en mayo de 1942 y tuvieron tres hijos, dos morenos y una rubia. Y nunca le contó a nadie lo que había sucedido en el submarino.

―¿Tampoco a su mujer? ―pregunté, un poco triste de ver que se extinguían, al menos por el momento, la voz dulce y los movimientos de director de orquesta de los brazos del pescador portugués.

―Gustav murió poco antes de que yo me ahogara. Teresa dijo a quien quiso oírlo que ella nunca le había preguntado nada sobre su pasado porque uno es quien es, no quien ha sido.

―Lo que le pasaba a Teresa ―intervino Katerina― es que tenía miedo de saber lo que había hecho su maridito. El amor es así, medio cegato y medio sordo por voluntad propia.

―Pues yo la entiendo ―dijo Edna―. A veces hay que confiar en alguien y punto. Si había sido un nazi fanático, por ejemplo, y estaba arrepentido, ¿de qué les servía saberlo a su mujer o a sus hijos?

―No sé, Edna ―dijo su hermana―. Una cosa es no saber que tu marido estuvo liado con una condesa antes de conocerte a ti, pongo por caso, y otra muy distinta que asesinó a media docena de niños. Estoy de acuerdo con Katerina, decir que alguien no es quien ha sido solo es una excusa de cobarde.

―Se me ocurre algo ―dije―. Si Gustav hubiera sido un traidor, un amotinado o un pendenciero, no creo que el capitán del submarino se hubiese molestado en tratar de salvarle la vida. Por otra parte, si el disparo hubiera sido del enemigo o accidental, no se habrían librado de él, lo habrían intentado curar a bordo o lo habrían llevado a un barco alemán. ¿Qué otra posibilidad nos queda?

Miguel esbozó una sonrisa cómplice.

―Yo también lo había pensado. Pudo ser un intento de suicidio.

―Eso explicaría mejor la actitud de sus compañeros, una mezcla de compasión y desprecio ―añadí―, y también que no quisiera contarlo nunca.

―Yo pensaba que los suicidas se disparan en la cabeza, no en la barriga ―dijo Mosè.

―Tienes razón, por eso yo lo había pensado pero no lo he dicho ―explicó Miguel―. Aunque, en un momento de desesperación, quién sabe lo que a Gustav o a cualquier otro le puede pasar por la cabeza. Un suicida puede ser tan incoherente como un optimista, ¿no os parece?

Soria, 2016 © César Ibáñez
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