Mrs. Fairfax

―En cuanto me casé con Thomas, empecé a ayudarle en su puesto de fruta de Portobello Road. Yo había estado trabajando unos meses de camarera en un salón de té, pero no me importó dejarlo. Estaba enamorada y preferí estar todo el día cerca de mi hombre. Recuerdo que Edna me dijo que era arriesgado, que íbamos a multiplicar las ocasiones de discrepar y discutir. En parte tuvo razón, pero cuando una discusión acaba en acuerdo porque ambos saben ceder, eso no es motivo de alejamiento, sino todo lo contrario.

»El negocio no iba mal. Con los clientes fijos ya ganábamos lo suficiente para vivir, y nunca faltaban curiosos que acababan comprando un poco de uva, unas naranjas o un cuarto de sandía. En las épocas en que la fruta escaseaba, los ingresos bajaban algo, pero siempre teníamos el puesto lleno de mercancía gracias a los hortelanos con los que Thomas tenía tratos y que nos suministraban los mejores tomates, pepinos y calabazas que se podían comprar en Londres por aquellos años. En resumen, trabajábamos mucho y bien, ganábamos lo suficiente para ahorrar un poco y no temer la llegada de los hijos y éramos felices.

»Cierto día de otoño, probablemente de octubre, una mujer menuda, vestida de luto y con un sombrerito pasadísimo de moda en la cabeza, apareció por el puesto y compró dos libras de manzanas. Era la fruta más barata que en ese momento teníamos a la venta. Al día siguiente volvió para decirle a Thomas, de la manera más discreta posible, casi al oído, que las manzanas que había comprado el día anterior estaban agusanadas. No era la primera vez que una clienta quería llevarse dos por el precio de uno o que una criada de amos tacaños ponía esa excusa para añadir algo de fruta a su dieta. Pero, en esos casos, siempre hablaban en voz alta, para presionarnos, para decirnos "si no queréis que se entere todo el mundo de la porquería que vendéis, dadme lo que os pido". Y había que ceder, claro: una discusión con un cliente siempre perjudica más al vendedor que al comprador. Así pues, Thomas pesó dos libras de manzanas y se las dio a la mujer de luto a cambio de una tímida sonrisa y un "muchas gracias" que me sonó extrañamente sincero. Recuerdo que la vi alejarse a pasitos cortos y pensé en lo desamparadas que a menudo quedaban las viudas sin familia cercana.

»Dos días después volvió e hizo exactamente lo mismo. Al oírla, Thomas dio un respingo: nunca se habían querido aprovechar de su buena voluntad dos veces seguidas. Le explicó a la mujer que un gusano no es más que la larva de un insecto, que si está en el corazón de la manzana lo único que hay que hacer es quitar el corazón y comer el resto, como suele hacerse, y que siempre se puede comer la parte no tocada por la larva... La pequeña mujer le interrumpió con su sonrisa esquiva e insistió en reclamar sus dos libras de manzanas. Thomas le advirtió que no habría una tercera vez y le dio la fruta con gesto hosco. Ella se despidió con la misma sonrisa y el mismo "muchas gracias" de la vez anterior.

»Unos días después atravesaba yo Portobello Road para hacer una visita a mi hermana Edna (entonces fue cuando empecé a contarte la historia, ¿verdad, querida?), cuando me fijé en la mujer menuda que le hablaba al oído a una verdulera gorda y pelirroja. Me detuve en el puesto de al lado para comprar unos arenques ahumados que no necesitaba (y que te quedaste tú), y desde ahí pude comprobar que se trataba de la misma mujer haciendo la misma jugada que nos había hecho a nosotros. Mi primer impulso fue denunciarla a la policía, pero ella, al pasar junto a mí, me ofreció su extraña sonrisa y me dijo el mismo "muchas gracias" con que se acababa de despedir de la pelirroja. La sorpresa me paralizó. ¿Qué clase de timador da las gracias cuando lo descubren? Mientras iba a casa de Edna, pensé (y así te lo dije) que no estaba en sus cabales, que había perdido la cabeza por alguna causa reciente, quizá la misma del luto, la muerte del marido o de un hijo. Pensé que era un comportamiento reciente porque, de lo contrario, habría acabado en la cárcel o en el manicomio. También se lo conté a Thomas, claro. Decidimos no hacer nada: nos dio lástima. Que otros tiraran la primera piedra.

»¿Por qué la seguí un mes o así más tarde, cuando la vi de lejos, saliendo del mercado con su sombrero viejo y su bolsa de yute? No lo sé bien, quizá solo fuera curiosidad malsana, o quizá adiviné que guardaba un secreto y quise descubrirlo. Veinte minutos después, entró en una casita humilde de Hereford Road, una construcción de ladrillo oscuro, algunas tejas fuera de su sitio y media docena de macetas ajadas por el otoño bajo la ventana principal de la planta baja. Ya me disponía a dar media vuelta, un tanto avergonzada de haber hecho una estupidez tan evidente, cuando vi que la puerta se abría y salió un chiquillo de unos siete u ocho años que se fue calle abajo dando saltitos y mordiendo una zanahoria. Eso me intrigó y seguí vigilando desde el otro lado de la calle. Al poco salieron dos niñas de unos diez años con sendas zanahorias en la mano. Decidí que tenía que saber algo más. Apuré el paso y las abordé cuando doblaron una esquina. No tuve tiempo ni ingenio para inventar una excusa, simplemente les pregunté cómo se llamaba la mujer de cuya casa acababan de salir. "La señora Fairfax ―me dijo la que parecía más espabilada―, la mujer más buena del mundo". Siguieron su camino, dejándome en medio de la acera con la boca abierta. La fuerza de la intriga es poderosa, no creo que haya muchos seres humanos capaces de desentenderse de algo o alguien que les intrigue. Incluso si descubrir la verdad conlleva peligro, la fuerza de la intriga lleva a la gente a riesgos que quizá no correrían por los seres amados. A Colón le intrigaron las Indias, a madame Curie le intrigó el radio. A mí, algo menos inteligente que estos ilustres predecesores, me intrigó la señora Fairfax. Intenté inventar una historia, pero el ingenio no es lo mío, ya lo he dicho, así que simplemente volví a la casa de ladrillo oscuro y tiré del cordón de la campanilla.

»La señora Fairfax me reconoció de inmediato, me preguntó mi nombre y me hizo pasar a tomar una taza de té. Lo que ocultaba el ridículo sombrero era un cabello canoso y un moño sencillo en el cogote. La sonrisa era menos tímida o desconfiada, más abierta. Los muebles, viejos y muy usados. Oí voces de chiquillos que jugaban en algún sitio. Me llevó hasta la cocina, me senté, puso agua a calentar. Parecíamos dos viejas amigas en los momentos previos a una jugosa sesión de cotilleos.

―Supongo, Mildred, que querrá usted saber por qué hago lo que hago.

―Una niña me acaba de decir que es usted la mujer más buena del mundo. Yo sé que se dedica a aprovecharse de los tenderos de Portobello. Hay algo que no cuadra.

―Sí, vista desde fuera debo de parecer, como mínimo, extravagante. Si no tiene prisa, le explicaré todo el asunto y podrá juzgar por usted misma.

»Le contesté con total sinceridad: si no quedaba satisfecha, acudiría a la policía. Ella sonrió, preparó el té, dejó reposar la tetera en la mesa y empezó a hablar. Su voz era dulce y ligera, un poco aniñada. Subrayaba los momentos de emoción o sorpresa dándose palmadas en los muslos. Sacudía sus pequeñas manos en el aire como espantando moscas imaginarias.

―No piense que le voy a contar una historia llena de sorpresas. Todo ha sido... lógico, fluido, cosas que se han ido sucediendo como eslabones de una cadena. Estuve casada veinte años y no tuve hijos. Cuando murió mi pobre Jim, busqué trabajo de cocinera, que es lo único que sé hacer. Estuve en casa de unos señorones, de cuyo nombre no quiero acordarme, durante seis años. Me echaron cuando les dije que no sabía qué hacer con unos escargots... ¿Sabe usted qué son los escargots? ¡Caracoles! ¡Qué culpa tengo yo de que los franceses coman gusanos con concha! En fin, que se buscaron una cocinera que supiera recetas de haute cuisine y a mí me pusieron en la calle y se negaron a darme una carta de recomendación. Seis años librando una sola tarde a la semana y ni siquiera quisieron firmarme una miserable recomendación.

»Estaba enfadada, con esos ricos en particular y con los ricos en general. Como tenía algunos ahorros, decidí estar un tiempo sin trabajar, pensar un poco en cómo quería pasar el resto de mi vida. Un par de viudos de por aquí, buena gente, me pidieron que me casara con ellos, pero no era eso lo que yo buscaba. No necesitaba un hombre, sino un propósito, un objetivo, una meta. Suena raro que una persona como yo, mujer sin educación ni fortuna, diga algo así. No me pida que lo analice, no sabría hacerlo; simplemente fue de ese modo: no quería volver a ser ni esposa ni cocinera. Quería otra cosa, no sabía qué y eso me mantenía en un estado permanente de inquietud y desasosiego que me impedía pensar con claridad. En fin, un desastre... Pero todo se acaba en esta vida, tanto lo bueno como lo malo.

»Cierto día inolvidable, conocí a Timothy Perkins. Eran las diez de la mañana de un sábado de julio, un día agradable, soleado. Alguien llamó a mi puerta, como ha hecho usted hace unos minutos. Era un crío, un desharrapado de ocho o nueve años que tenía que buscarse la vida si quería meterse algo al estómago todos los días.

―No ponga esa cara, señora ―me dijo―. Hace un día estupendo y Londres es una ciudad llena de oportunidades. Trabajo a cambio de comida: limpio chimeneas, repongo tejas, corto césped, paseo perros, hago recados... Lo que usted quiera.

»Se había quitado la gorra, que sujetaba con ambas manos, y me regalaba la sonrisa más limpia del mundo. Manchada de carbonilla y de grasa, pero limpia. Usted me entiende, ¿verdad? Lo invité a pasar, le di té con pastas y le dije que solo quería hablar con él. No le pareció bien, casi se indignó, me dijo que se ganaba la vida trabajando honradamente y que yo estaba despreciando su trabajo. "Deje usted la caridad para los pobres", concluyó. Contuve la risa que me provocaba ver a un crío hablando con esa seriedad de adulto y le pedí que me limpiase la chimenea. Le volvió la sonrisa, sacó sus útiles de trabajo del bolsón que siempre llevaba consigo y cumplió con su tarea con más empeño que habilidad. Yo, mientras tanto, pensaba: "¿Cuántos habrá en Londres como Timothy? No es justo. Mi Jim empezó a ayudar a su padre con diez años, es verdad, pero estaba en familia. Este chico no tiene ni diez años y está solo. Y si fuera una chica, aún peor. No, no es justo. Si pudiera hacer algo...".

»Timothy Perkins almorzó conmigo ese día y hablamos un buen rato. Cuando se fue a buscar quien le diera de cenar a cambio de su dignísimo trabajo, la soledad me pesó por primera vez en mi vida. Había encontrado mi objetivo, mi meta: ayudar a los Timothy Perkins de esta ciudad sin corazón.

»Lo demás es fácil de entender. Una cosa llevó a la otra sin que yo pudiera hacer mucho por evitarlo. Di desayunos, almuerzos, tés y cenas (otra vez cocinera, al fin y al cabo); acogí a los que no tenían un techo sobre sus cabezas; oí las historias de todos. No tardé en quedarme sin dinero. Lo busqué, lo solicité, lo rogué, me puse de rodillas... La mayor parte de las puertas se me cerraron en las narices, pero alguna quedó entreabierta. No era suficiente. No tenía tiempo material para trabajar en otra cosa: estaba, y estoy, dedicada a mis niños. Decidí que debía ignorar las normas de una sociedad incapaz de proteger a los desvalidos, y desde entonces he sido ladrona y timadora. Algunos chicos me enseñaron buenos trucos, engaños hábiles, y el modo de pasar desapercibida, que es la mejor estrategia en esta forma de vida. Los convencí de que hiciéramos una especie de cooperativa. No nos va mal del todo. Dinero solo robo a los ricos, y de tal modo que ni se enteran. No voy a entrar en detalles porque es secreto profesional, pero puede usted creerme. He robado a las mejores familias de Londres y en ninguna comisaría hay ninguna denuncia al respecto. A los que no son ricos, como ustedes, les quito comida. En Portobello llevo casi seis meses actuando, pero me temo que voy a tener que buscar otro mercado, ¿verdad? Y no he conseguido pasar desapercibida, no al menos para usted. Claro que... debo confesar que me equivoqué, la segunda vez que reclamé las manzanas pensé que era la primera ―y la señora Fairfax se llevó la mano a la boca para ocultar una risita pícara―. Este oficio no es fácil, me queda mucho por aprender. Un solo error, un pequeño despiste debido a mi mala memoria, y ya está usted aquí, dispuesta a acusarme y a llevarme ante la justicia. Por cierto, ¿quiere ver a los niños?

―¿A los niños? Bueno..., sí, claro.

»No creo que haga falta entrar en detalles melodramáticos. Para estar absolutamente segura de que la señora Fairfax no era una especie de Fagin femenino y sutil, hice algunas averiguaciones por el barrio. Todos pensaban que era una santa, nadie sabía de dónde sacaba el dinero y algunos estaban hartos de tanta chiquillería poco recomendable en una calle que antes era de lo más tranquila. Hablé con Thomas y decidimos ayudarla. Todos los sábados nos mandaba un par de chicos que se llevaban la fruta y la verdura que no iba a aguantar hasta el lunes. Así nadie perdía y todos ganábamos. Yo iba a verla cada dos o tres semanas, a veces también venía Edna. Le llevábamos una libra de té y tres de pastas y le pedíamos que nos contase los progresos de los chiquillos que habían vivido con ella. Hacía lo posible por enseñarles a leer, sumar y restar y cuando cumplían doce años (si sabían los años que tenían y cuándo era su cumpleaños), les ayudaba a buscar un trabajo decente. Varios de los primeros que supieron lo que era el cariño en Hereford Road ya tenían una situación lo suficientemente holgada como para poder ayudarla, y así lo hacían. Sé que dejó de robar comida, pero sospecho que nunca dejó de sisar pequeñas cantidades a los ricos, con ese método secreto que no dejaba huella. En cualquier caso, nunca tuvo problemas con la justicia.

»Cuando enfermé, me devolvió las visitas. Siempre de luto, siempre con sombreros pasadísimos de moda, siempre agitando en el aire las manos pequeñas...

―¡Vaya! ―interviene Edna tras unos segundos de silencio―. ¡No irás a dejarte en el tintero lo de Hank Williams!

―Pues no, pero en este momento, al ritmo de la narración le venía bien una pausa larga, querida. En fin, la historia tiene epílogo. Uno de los muchachos de la señora Fairfax, un rubio espigado que se llamaba Hank Williams, acabó teniendo su propio negocio de pompas fúnebres y ganó bastante dinero. Quiso ser agradecido. A la señora Fairfax, aparte de prometerle un funeral de primera clase completamente gratis, le mandó una cuadrilla de obreros que le dejaron la casa como nueva. Y no se olvidó de los que habíamos ayudado a esa mujer extraordinaria: a nosotros nos regaló una manzana de oro macizo. Recuerdo que Thomas y yo la estuvimos contemplando embobados un buen rato. Lo malo es que la tuvimos que usar para pagar médicos y medicinas que solo sirvieron para retrasar lo inevitable...

―¡Una manzana de oro macizo! ―exclamo sin poder contenerme―. Eso tiene que costar muchas pesetas...

―En nuestro caso, unas cuantas libras esterlinas, querido ―dice Mildred.

―¡Una gran mujer, la señora Fairfax! ―añade Edna con un suspiro―. Si todos hubiéramos hecho como ella, si hubiéramos cambiado la resignación y la queja por acción positiva, el mundo sería ahora un sitio mejor.

Soria, 2016 © César Ibáñez
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