Simonetta

 ―Ahora mismo no me apetece nada hablar de mí, así que, aunque ya la conocéis, en honor de Andrés relataré la historia de Simonetta. Además, creo que puedo añadir algún detalle nuevo: siempre hay cosas que se dejan en el tintero por despiste, por olvido o por querer llegar cuanto antes a la meta, olvidando que un cuento no es una carrera.

»En mi Sicilia natal se puede ser casi cualquier cosa: policía, ladrón, rico, pobre, rentista, obrero, científico, cura, ama de casa, guardaespaldas, político, asesino... Solo hay una cosa que nadie puede ser bajo ningún concepto: soplón. Si delatas a alguien, estás muerto. Así de simple. Da igual que seas obispo o quinceañera: si te vas de la lengua, estás muerto.

»Simonetta vivía con su marido en el pueblo de este, un poblachón del interior, reseco y eternamente soleado, de unos diez mil habitantes. Él tenía tierras y casa propia, y además trabajaba de cartero. Era un hombre afectuoso, tranquilo, seguro de sí mismo. De puertas adentro, el único disgusto de la pareja fue que en cinco años el hijo buscado no apareció. De puertas afuera, Simonetta no acababa de sentirse cómoda. Ella procedía de la costa, de un pueblito de pescadores donde la gente era más amable y menos desconfiada.

»En un momento dado, una familia del pueblo, doce personas, desapareció de allí una noche de junio. Se habían ido para salvar el pellejo, nadie supo adónde. El marido de Simonetta, amigo de dos de ellos, le escribió una carta a un juez denunciando por coacciones y amenazas a un tipo al que conocía y odiaba, un tipo cuyo padre había engañado y traicionado al suyo. En mi tierra las cosas son así, los odios y las fidelidades se heredan como las casas y los campos de trigo. Si el marido de Simonetta hubiese matado al otro, habría ido a la cárcel, donde lo habrían tratado con respeto, pero pensó que las cosas estaban cambiando y que la gente entendería su punto de vista. De hecho, se explicó. Sus palabras sensatas y tranquilas se oyeron en la taberna y en la plaza, y sus paisanos lo escuchaban, y muchos lo entendían. Los que bajaban la cabeza y la movían de un lado a otro después de oírle hablar, lo entendían perfectamente y les apenaba que una buena persona fuese a morir tan joven. Apareció al poco en una cuneta de las afueras del pueblo, con el cuello rajado y sin lengua.

»Simonetta enterró a su hombre y vistió el eterno luto de tantas mujeres sicilianas, pero no se resignó. Buscó un nuevo rumbo para su vida, nuevos objetivos. Como no tenía hijos y sus padres vivían en la otra punta de la isla, nada la retenía en ese pueblo de asesinos. Vendió casa y tierras y se fue a vivir a Palermo. Unos años después, casi nadie la recordaba.

»Entretanto, el denunciado, un tal Marco Vespucci, se libró de la cárcel, como no podía ser de otra manera, y su familia prosperó. Compró casas, montó una fábrica de magdalenas, mandó al hijo pequeño a estudiar a Roma. Todo el mundo sabía de dónde salía el dinero. De vez en cuando Marco recibía una llamada: interrumpía de inmediato lo que estuviera haciendo, fuera lo que fuera y estuviera con quien estuviera, montaba en su coche y salía pitando. Cuatro o cinco días después regresaba y todo seguía como antes, hasta la siguiente llamada. Un observador curioso que además hubiese sido lector asiduo de la prensa de Palermo, se habría dado cuenta de que las ausencias de Marco coincidían con noticias de crímenes mafiosos, pero tal observador hipotético no existía en el poblachón reseco y soleado.

»Cuando el hijo pequeño obtuvo su título de medicina, Marco Vespucci decidió que era el momento de organizar una celebración familiar por todo lo alto. Pero no en el pueblo, claro, rodeados de miradas recelosas y rumores maldicientes. No, había que hacerlo en Palermo, donde nadie los conocía y podría disfrutar a sus anchas de lo que había conseguido tras tantos años de obediencia, negocios y mano izquierda. Decidió la fecha, reservó habitaciones y un salón en el mejor hotel, contrató el menú más caro y dejó que su mujer se encargase de las invitaciones y de la música.

»De las ciento seis personas que asistieron al banquete, solo cinco salvaron la vida. Fue noticia de portada en los periódicos de todo el mundo: "Envenenamiento masivo en Sicilia. Más de cien muertos en una fiesta familiar. Detienen a una ayudante de cocina del Hotel Excelsior como principal sospechosa". Me parece que Andrés ya lo ha adivinado: esa ayudante de cocina no era otra que Simonetta. Ya en la cárcel, escribió una nota explicando las circunstancias de su espantoso crimen. Con palabras más duras que estas en algún momento, y en su dialecto siciliano, esto era lo que contaba:

»"El destino me puso la venganza al alcance de la mano y no se puede rechazar el destino. Marco Vespucci, ayudado seguramente por alguno de sus hermanos o primos, pues todos se revolcaban en el mismo lodazal, mató a mi marido. Yo me fui de ese pueblo de asesinos dispuesta a alejarme de todo aquello: ni olvidé ni perdoné, a la vista está, pero no quería volver a ver a ninguno de los cabrones que, por acción o por omisión, hacen de aquellas tierras un infierno. Creedme cuando os digo que si no hubiera tenido padres en Sicilia, me habría marchado lejos, seguramente a América. Pero me quedé en Palermo y tuve que buscar trabajo. Lo único que sabía hacer bien era cocinar, así que he sido cocinera todos estos años. En el Excelsior estaba a gusto: el chef confiaba en mí y el trabajo, salvo en la época de los banquetes de comunión y boda, era cómodo. Además, un cocinero puede pensar que su trabajo es duro o excesivo o mal pagado, pero nunca puede pensar que lo que hace es inútil. Dar de comer es necesario, y si encima causa placer, ¿qué más se puede pedir? Así pues, todo estaba en orden en mi vida hasta que el destino se empeñó en ponerme el pasado delante de las narices. Los Vespucci habían elegido el Excelsior para celebrar que su hijo ya era médico. En cuanto el chef nos lo dijo, supe que no tenía elección: la venganza se impuso como algo natural, inevitable; yo no la había buscado, había venido ella a mí. Del mismo modo que le das un abrazo al viejo amigo que hace años que no has visto, buscas el modo de destrozar al viejo enemigo que, de pronto, reaparece por sorpresa en tu vida. El veneno surgió en seguida en mi mente como la mejor opción. Era lo que me resultaría más fácil de manejar y además lo que podría causar más daño. No puedo decir cómo conseguí un veneno potente y de sabor ligero porque eso supondría inculpar a otras personas. En el Excelsior nadie me ayudó ni me encubrió, lo juro. No fue difícil ponerlo en un tarro de pimienta y añadirlo al ragú de buey como si fuera un condimento. No tuve que hacer nada que pareciera sospechoso. A pesar de que cabe la posibilidad de que haya matado a algún inocente, no me arrepiento. Los Vespucci son cerdos a los que les ha llegado su San Martín. Si se hubieran quedado en su pueblo de mierda, nada les habría pasado. ¿Por qué vinieron a mi terreno? ¿Por qué tenía que aguantar verlos felices? No fui yo la que los persiguió, ellos aparecieron por el Excelsior pavoneándose y haciendo alarde del dinero que consiguen amenazando y matando. Que se pudran en el infierno. Solo espero que sea lo bastante grande como para no encontrármelos allá abajo. Se me escapó la mujer de Marco. No hacía más que recorrer las mesas y hablar con todo el mundo; apenas comió. No tardará en encontrar el modo de matarme. No es que me importe mucho, y además la entiendo, yo haría lo mismo. Una noche se abrirá la puerta de mi celda y un par de reclusas me coserán a puñaladas. Después, las familias de las ejecutoras y la funcionaria cómplice recibirán un buen montón de dinero. Será generosa, estoy segura. Pagará lo que valgo".

»Hasta aquí la nota. Yo la conozco porque Simonetta le dio una copia a su abogado y otra la mandó a su mejor amiga con el encargo de que, a su vez, hiciese copias y las distribuyera de la manera más efectiva posible. El abogado destruyó el papel nada más leerlo, pero la amiga consiguió que la página de Simonetta fuera, durante unos meses, pieza codiciada de literatura clandestina. No obstante, que se supiera lo que ella pronosticaba con respecto a su propia muerte, no cambió nada. Una mañana apareció asfixiada en su celda. Lo de las puñaladas quedaba muy siciliano, pero era más arriesgado y poco práctico: un buen golpe en la cabeza, la almohada encima de la cara y asunto resuelto. Como era de esperar, la investigación de la policía no condujo a ninguna detención.

Se hace el silencio. Es una historia demasiado triste como para añadir o comentar nada.

―Vaya, Mosè, no me habías dicho que eras de Sicilia. Espero que tus historias no sean siempre tan terribles, también ocurrirán cosas buenas en tu tierra.

―Alguna, de vez en cuando. Pero es un sitio tan viejo, tan arrugado... Hay demasiados fantasmas vagando entre los trigales.

Soria, 2016 © César Ibáñez
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